Conmoción, shock y delicadeza

 


    Suma Flamenca sigue trenzando hermosos espectáculos de cante, baile y guitarra. La semana pasada me parecieron soberbios Joaquín Grilo bailando y  Marina Heredia cantando. Con Agustín Diassera y Juanfe Pérez, bajo eléctrico y percusión impresionista,  crucé el umbral de la flamencura venidera. Y con Alfredo Lagos y Belén Maya me quedé levitando, colgado de la esencia poética de Alfonsina Storni transmutada en flamenco de vanguardismo total. Y la guitarrista Antonia Jiménez nos dio el sacramento de su dulzura y delicadeza en el Monasterio del Paular. La vitalidad poliédrica del flamenco vuelve a ser la nota dominante.

 

Flamenco y trabajo

De Joaquín Grilo me admira su potente dominio del baile con una peculiar condición humana que sabe lanzar gotas de buen humor desde el tremendismo de su baile flamenco. Hemos visto el espectáculo “Cucharón y paso atrás”, donde Joaquín comparte dirección escénica con Faustino Núñez, notabilísimo musicólogo, docente y estudioso del flamenco. “Cucharón y paso atrás” escenifica las labores del trabajo en el mundo rural donde apareció el potaje flamenco. La jondura flamenca tenía un punto elástico a través de unos vistosos sketches de época. La labranza, la forja y la mina junto con la olla comunal y el recreo en la taberna. Grilo pone el cuerpo y habita todos esos espacios tan cargados de simbolismo. Como imaginar es libre, a la cabeza me venía un imposible cruce de estampas costumbristas de la factoría Cifesa con una suerte de doméstico realismo socialista.  Suenan los cantes de trilla y Joquín baila con alpargatas de campo. José Valencia, poderosísimo y a pleno pulmón, canta:

 

“Mi camisa era caqui

Cuando la compré nueva

Y ahora con los sudores

Se ha vuelto negra”

 

Pasan por los ojos, como si fueran diferentes secuencias de una película de època, los números de baile ligados a esos cantes que se inspiraron en los modos en que salió adelante el pueblo andaluz, donde se fraguó el flamenco. Grilo baila una enormidad, va de unos estilos a otros en lo que, en cierto modo, casi tiene carácter de antología. Su baile requiere no solo arte, también una fortaleza física un poquito colosal. Con igual fuerza suenan las voces de María Grilo y José Valencia. Y las diferentes estampas atrapan con igual fortuna, lo mismo en la guasa espirituosa de la taberna que en los oficios de Semana Santa. Todo se manifiesta en un punto álgido de emoción, ya sea en las gotas de humor o en los chorros de desolación:

 

“Las madres de todos los gitanos
toditas iban al tren
pero yo como no tengo madre
nadie me venía a ver.”

 


 

 

    Cante de Granada

    “Artesonao” llamó Marina Heredia a su espectáculo. Tres fuentes lo inspiraron: Manuel de Falla, Federico García Lorca y las mujeres de las zambras del Sacromonte granadino. La función comenzó con el “Conjuro para Reconquistar el Amor Perdido” que escribió María Lejárraga para el “Amor Brujo” de Falla:

 

“¡Por Satanás! ¡Por Barrabás! 

¡Quiero que er hombre que me ha orvidao

me venga a buscar!”

 

El coro de mujeres flamencas que acompañan a Marina es importante. Haciendo patria, esa voz cultivada y con poderío aborda la granaína: Soy más firme que la Alhambra, aunque tiren un cañón…” El padre der Marina, Jaime “El Parrón”, tuvo una intervención breve y testimonial. El espectáculo estaba sostenido por el piano flamenco de Pablo Suárez y la guitarra de José Quevedo “Bolita”. Por tangos de Granada, Marina Heredia cantó que “a caballo blanco sube el rey moro”. Siguen más referencias al pasado moruno: “Los moritos por delante, los moritos por detrás…” Y si añadimos la rúbrica: “Ay gitano, yo soy mora, mora de la morería”, no es disparatado fabular que en el trajín de las persecuciones unos cuantos moros quedaran confundidos en los círculos de la gitanería. Con aire de bodorrio sonó la alboreá: “En un prado verde tendí mi pañuelo…” Esos cantos de boda apuntaron a la picardía: La picarilla de la mosca”, que donde me vino a picar, debajo del delantal", aquí me acordé de la versión pop de Radio Tarifa. Y llegamos al broche final de las picardías con el mal de la temblaera por tanguillos:

 

“¡A estribor! ¡A estribor!

Cuando estaba la noche oscura,

a tientas te fui metiendo

la llave en la cerradura.”

 

Foto: Pablo Lorente
 

 

    Impresionismo vanguardista

    Lo de percusionista Agustín Diassera y el bajista Juan Pérez es y va a ser vanguardia por mucho tiempo. Los músicos son conscientes de que el arco narrativo del flamenco no está cerrado, que cada época puede estirarlo por dónde venga a cuento. La Sala Negra de los Teatros del Canal es pequeña, pero estaba llena de un público sorprendido y aplaudiendo con contundente convicción, tanto que Juanfe dijo: “Habéis venido a un concierto de bajo y percu. Se ve que os gusta la leña”.  Hicieron una música tan juguetona con el silencio y la sutileza que para nada es habitual en flamenco. El público del jazz está acostumbrado a estas vueltas de tuerca mínimal, a  bailar en el alambre con los menos  asideros posibles. El flamenco es riesgo y si se mete en vanguardismos hay más riesgo en el alambre. En trance como de soniquete deconstruido, viniendo del más allá, desde una maquinita que gobernaba Diassera, descendió la conmovedora voz de José el Negro cantando el “Romance de Bernardo del Carpio”:

 

Cuatrocientos son los míos,
los que coméis de mi pan,
que a ustedes nunca se les había repartido
y ahora lo repartirán.”

 

Y al momento, la voz del Negro del Puerto tronó: “Y Viva Bernardo, quien lo ofenda, muera”


En el río de sugestiva abstracción por el que navegaban Diassera y Juanfé Pérez aparecieron Dani de Morón y Sandra Carrasco, dos artistas de tronío y capaces de sumergirse en ese contexto poco habitual. Dani de Morón es un guitarrista abierto a la evolución, mágico de empatía para encontrar el mejor espacio de acompañamiento al cante y con un lenguaje riquísimo y soberano como concertista. Diassera le conoce bien por haber trabajado mucho juntos y desde esa cercanía afirmó Agustín que no  ha tenido la fortuna de poder estar cerca de mitos como Chick Corea o Paco de Lucía, pero que él ha tenido la suerte de  tocar con su mito personal: Dani de Morón. Y el guitarrista respondió llevándonos de viaje al centro de la tierra. Sandra Carrasco siempre es una maravilla, canta de gloria en  los contextos más diversos, ya sea calzándose la enciclopedia de Pepe Marchena o enrolada en la troupe de Anoushka Shankar. Esta noche se deshizo Sandra en una romántica canción aflamencada y en un cante por fandangos de Huelva. Arrolladora. La vanguardia a veces está al cabo de la calle, como Juanfe y Diassera. Ya está tardando el alemán Manfred Eicher en invitarles a su exquisito huerto discográfico.

 

 

Foto: Pablo Lorente

 

    Alfonsina y el mar

    El espectáculo “La Poeta” del guitarrista Alfredo Lagos y la bailaora Belén Maya va tras las esencias de la gran poeta Alfonsina Storni. Cabeza abajo me pongo ante un arte tan tremendo, tan comprometido con la sustancia de la que parte: una poeta herida, la mujer que se echó al mar. La música que compone Alfredo es de una calidad y una creatividad superlativas, y su guitarra  le va a la par como fiera del toque, eso al tiempo que ha participado en las aventuras  visionarias del género flamenco, véase lo realizado junto a Israel Galván. “La Poeta” me turbó y me dejó en un placentero estado de shock.

 

La imagen de un mar bravío y sus sonidos domina el escenario. Con ese arrullo de fondo, Alfredo Lagos comienza tocando un preludio coral de las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach. Creo que Bach le puso este nombre a la pieza: “Despiertos, la voz nos llama”. Lagos ha comenzado por aquí para destacar la raíz europea de la poeta argentina, ya que Alfonsina nació en Suiza.  A  la llamada de la guitarra acude la catártica bailaora Belén Maya, con el pelo casi rapado y vestida de azulón marino. Baila articulando el lenguaje flamenco desde un agitado malestar espiritual. Brazos y manos se mueven con la extrañeza del dolor de Alfonsina. Si alguna vez la palabra expresionismo ha tenido sentido, yo diría que es este espejismo de ver a Belén transmutada en el padecimiento de la poeta que se sentía enterrada en vida.

 

Escribe Belén con una tiza en el negro suelo la  misma línea varias veces: “Yo soy la loba. Yo soy la loba…” Una voz recita la melancolía de Alfonsina: Y sabemos que un día seremos olvidados / Por la vida, viajero, totalmente borrados”. Más tarde el fantástico percusionista serbio-flamenco Andrej Vujicic pondrá su cajón encima de ese escrito y dibujará una danza de percusión con las boleadoras del gaucho. A su espalda y al resguardo de las bolas que giran, Belén Maya se recostará. Antes suceden otras cosas fantásticas. La guitarra de Alfredo despliega un mapa para habitar el espacio anímico de Alfonsina. El guitarrista ha dejado por escrito:

 

“Ella fue amor, pasión, desgarrada maternidad, poesía encarnada y también infinito sufrimiento. Como ella misma escribe en uno de sus versos”:

 

“Bajo el ombú, que eleva majestuoso su verde copa en la llanosa pampa, he sollozado un día los recuerdos que viven en mi alma”

 

La guitarra suena en tal estado de paroxismo que del público en vez de brotar un olé liberador, la palabra que sale es un sincerísimo ¡Joder!. En las percusiones, Vujicic integra el tecleo de la máquina de escribir, el arrastrar del carro que se desliza y la hoja que cae. Tras una seguiriya de quitar el hipo, aborda Alfredo un paisaje de tango argentino tradicional. El escenario está un poco oscuro, pero en la penumbra se ve a Belén Maya con una bata de cola que solo le cubre hasta la cintura. Se tapa el pecho desnudo enroscándose en una venda azul. También se amordaza con esa venda y ata la muñeca de su brazo izquierdo a esa boca amordazada. Así baila, desde la dificultad, como negándose. Algunos números atrás, Belén repite el gesto imaginario de apuñalarse. No hay harakiri que pueda ser más flamenco. Pero volvamos al viento pampero, con atención a la voz que cae sobre las tablas y los corazones:

 

“Tú me quieres alba,
me quieres de espumas,
me quieres de nácar.
Que sea azucena
Sobre todas, casta.
De perfume tenue.
Corola cerrada”

 

El final está escrito en la historia. Belén desata su mordaza, se sumerge en sí misma. Su cuerpo se va hundiendo bajo los volantes azules de su bata de cola vuelta del revés. Desaparece vestida de mar. Un espectáculo gobernado por la poesía. Alfredo, Belén y Andrej nos arrebataron y tocamos el cielo.

 

Foto: Margarita Rodríguez

 
 

    Dulzura y delicadeza

    Un cielo de tormenta y valor. Me acosté el sábado con la conmoción reviviendo a Alfonsina Storni y me desperté el domingo en una sesión vermú, oliendo a bosque e incienso en la capilla del Real Monasterio de Santa María de El Paular (Rascafría, Madrid). Allí, delante de un formidable retablo de alabastro policromado, datado en el siglo XV, la guitarrista gaditana Antonia Jiménez desplegó toda su elegancia. Su flamencura está grávida de delicadeza y dulzura. Ese par de dones se derraman en todas las piezas   que firma y toca Antonia. Tenemos una idea muy arraigada de que el flamenco tiene una componente esencial de desgarro, pero este concierto, titulado “Viaje interior”, demuestra que no tiene por qué ser así. El arte flamenco consiste en tener “algo que decir”, recordó Antonia que señalaba el maestro José Jiménez, “El Viejín”. Y la tocaora del Puerto de Santa María añadió por su cuenta: “El milagro de la música está en transmitir quien realmente eres”.  Antonia Jiménez está en la vida como en su toque: dulce, amorosa, original y gentil. Es flamenco tan verídico como sofisticado.

 

Destapó el pomo con un singular bálsamo por tarantas. Siguió con una pieza llamada “Candié”, la bebida favorita de padre, según explicó. Candié es un anglicismo que se usa en Cádiz para bautizar un licor que lleva vino de Jerez, brandy, oloroso o dulce, yema de huevo y azúcar. Toca Antonia como un ángel discreto y sensual. Y la del Puerto de Santa María habla de gloria, de su tierra: “Huele a azahar, a vino, a caballos, a mar…” Y a ultramar, porque tocó unos deliciosos tanguillos cruzados con la guajira.

 

Me da cosa no describir los toques de Antonia Jiménez con sus propias y ajustadas palabras: “La seguiriya “El Cañuelo” es un viaje a la transformación desde la tradición de los maestros a mi imaginación, con mis palabras”. Viví esa seguiriya con suave despertar, como una desolación fulminante que te repara. De su madre aprendió el amor verdadero y a ella le dedica la petenera “Maternera”. Siguieron unos tangos -¡oh sorpresa!- compuestos para tocar con una orquesta de Taiwán. Luego hizo unas alegrías con denominación de origen y cerró las composiciones propias con el “Romance de las dos hermanas”. Sacudiendo la paz del templo, atronaron las palmas. Y de regalo al respetable, Antonia se calzó una pieza mítica y decimonónica: “Soleá”, compuesta por el maestro de la guitarra clásica Julián Arcas. Los santos del templo levitaban de refinamiento.

 

Era ya mediodía, rodeados de bosques y montes, vi partir a Antonia Jiménez con la guitarra al hombro. La próxima parada es allende el océano, en Perú, donde participará en un documental que tiene la idea de filmar al flamenco abrazado a las músicas de tradición andina. Despierta Chabuca, que llega un amiga estupenda.

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Suma Flamenca Joven, divino tesoro

"Faustino Cordón. El biólogo insumiso", nueva presentación el próximo viernes de este libro que presumo magnífico y revelador.